LA MUERTE Y EL DUELO DESDE UNA PERSPECTIVA TRANSPERSONAL
LA MUERTE Y EL DUELO
DESDE UNA PERSPECTIVA TRANSPERSONAL
Pocos días antes de cumplir los 31 años, mi padre falleció de
un ataque al corazón. A partir de entonces, mi vida dio un giro de 180
grados. Nada podía haberme anticipado
todo lo que he vivido, y sigo viviendo desde entonces, y como todo mi sistema
de creencias se derrumbaría para dar cabida a aquello que llegó después.
Fue un miércoles por la tarde, un noviembre lluvioso. Volvía
del trabajo, aunque aquél día retrasé un poco mi llegada a casa. Decidí ir a un
centro comercial próximo al centro escolar donde trabajaba, a dar una vuelta, a
aclarar ideas, a mirar sin ver nada en concreto. Solo perderme en la
profundidad de mis pensamientos. Sin nadie conocido alrededor. Mientras paseaba
por el centro comercial, comencé a sentir una tensión interna muy fuerte, me
sentía incómoda y con una prisa inusual por volver a casa, así que, sin
pensarlo dos veces, me marché.
Al llegar a casa, aún en el umbral, escuché de fondo los
ladridos de nuestra querida Minie, que al parecer ya me había escuchado o me
había “olido” llegar. Abrí la puerta. Los ladridos no cesaban. Escuché música
que provenía del despacho de mi padre. “Papá, ya estoy en casa”. Pero nadie
contestó. Y volví a repetir: “Papá, ya estoy aquí”, mientras me adentraba por
el pasillo hacia su despacho. Y entonces, le vi.
No supe muy bien qué hacer, adonde ir, a quién buscar. No
pude hablar, razonar o pensar con claridad. Solo podía mirar a mi padre, en su
despacho, sentado sobre su silla, inmóvil. Mis dedos temblorosos no fueron
capaces de marcar un número de teléfono acertado para que alguien, a la otra
parte del hilo, se dispusiera a venir a rescatarnos. Tan solo pude abrazarle y
gritar con todas mis fuerzas, ni siquiera llorar, “papá, papá, escúchame, no te
vayas”. Perdí la cuenta de las veces que repetí aquello. Era como un mantra.
Como si al pronunciar aquellas palabras repetidas veces y con mayor intensidad
cada vez, fuera, de pronto, a suceder un milagro que me devolviera a mi padre
con vida. Todo mi mundo se detuvo entonces, no sé el tiempo que pasé allí, gritando
desconsolada, abrazando y agitando el cuerpo de mi padre.
Y de pronto, como si una fuerza extraña y externa a mí me
hubiera poseído, salí corriendo a la calle y grité: “mi padre ha muerto,
socorro, mi padre ha muerto”.
En aquellos instantes comenzó la peor pesadilla que viví
nunca, o eso pensé yo durante un tiempo. Y una parte de mí murió con él.
Cuando mi padre murió sentí todo mi mundo desmoronarse. Las
palabras, las ideas y los actos se amontonaban unos encima de los otros
provocando un caos vital imposible de describir con palabras. Millones de
imágenes, pensamientos, sensaciones angustiantes me paralizaban. La vida se
había detenido. Todo cuanto había acontecido en mi núcleo familiar desde el
momento de mi nacimiento, había terminado para siempre. Fueron momentos de
pánico. Creo que nunca sentí algo semejante a aquello, aunque hubiese utilizado
la palabra “pánico” anteriormente, sin saber muy bien hasta donde podía
alcanzar su significado.
Sin embargo, el mundo externo a mi continuaba girando con
normalidad y yo no entendía cómo podía ser que todo siguiese su curso natural
pues para mí la vida se había detenido. En aquellos momentos no entendía nada,
me parecía que la vida era muy injusta al llevarse a un hombre tan bueno, tan
joven y con tantas ilusiones por cumplir por delante. Durante un tiempo quise
haber muerto con mi padre. No quería seguir viviendo. Nada tenía sentido ya
para mí. Continuar viviendo en aquella casa, con los recuerdos de toda una
vida, era un infierno de tristeza que se iba apoderando de todos nosotros día a
día.
Comencé a ir a la consulta de una psicóloga que conocía para
que me ayudara con el proceso de duelo y con los ataques de ansiedad que empecé
a padecer por el shock post-traumático. Yo no sabía nada de duelos, ni de sus
fases, ni de ansiedad generalizada, ni de shocks post-traumáticos. Todo aquello
era nuevo para mí, así que empecé a leer libros que mi psicóloga me recomendaba
para conocer y entender más profundamente lo que me estaba sucediendo.
En aquellos momentos comenzó un proceso de muerte y
resurrección para mí que ahora, viéndolo desde la distancia, agradezco profundamente. Comenzó el despertar de mi auto-consciencia y mi despertar espiritual.
Tomé conciencia de que cuando alguien muy cercano a nosotros
muere, una parte de nosotros se va con él, una parte de nosotros muere para dar
paso a otras partes que necesitan salir a la superficie y expresarse.
Me di cuenta que, en realidad, durante el proceso de duelo,
no solamente lloramos por la persona que se ha ido, sino también, por la parte
de nosotros que se ha ido con ella. Así, podríamos decir que el vacío que
sentimos en nuestro interior es doble. Por un lado, perdemos a una persona a la
que amábamos y, por otro, hemos perdido también esa parte de nosotros que
estaba vinculada a ella, el “yo” construido en relación a la persona que se ha
ido.
Tomar conciencia de esto es importante porque nos permite
aceptar la “muerte” de esa parte de nosotros para dar paso a una nueva
identidad.
Este proceso de transformación interior (y exterior) se da
siempre, con cada crisis o pérdida importante. Y cuando hablo de pérdida no me
refiero solamente a la muerte de alguien cercano, también se incluyen aquí
pérdidas de trabajo, separaciones, etc. Siempre hay una muerte y una
resurrección de uno mismo.
Aunque este proceso es doloroso, en realidad es profundamente
liberador y transformador y nos expande como personas. Y de hecho, aunque no nos damos cuenta, cada día estamos muriendo y renaciendo un poquito, pues no somos los mismos que fuimos ayer, ni seremos los mismos mañana.
Cuando tomamos conciencia de esto, es imposible volver a
vivir los cambios de manera tan traumática, nos ayuda a aceptar las cosas como
vienen sin tanta resistencia, porque este conocimiento vivencial nos da una
confianza en la vida que antes no teníamos y el convencimiento de que todo es
para bien.
En palabras de José María Doria:
“Repentinamente, un día la rosa se abre, y es entonces cuando se ha
producido el mencionado “segundo nacimiento”. A menudo el dolor juega un papel
clave en este nacimiento a la autoconsciencia, cual catalizador que resquebraja la aparentemente sólida estructura de
la “identidad-yo” o “ego”. En este sentido, el duelo se puede contemplar como
un período durante el que, progresivamente, la consciencia se retira del objeto
o persona perdida, conduciéndonos a la apertura del pecho, a la compasión y a
la confianza de que, tras este período, habremos madurado e incorporado más
recursos para renacer en una nueva relación con la vida.”
Molts bessets cosina. Acabe de descobrir el teu blog. :)
ResponderEliminarMolts besets per a tu també cosinet :)
ResponderEliminarQue bonic Carol! Molta raó tenen les teves paraules ❤️
ResponderEliminarGràcies bonica, un beset molt gran!
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