EL DÍA EN QUE ENCONTRÉ SENTIDO A LA MUERTE DE MI PADRE


Mi padre tenía que morir. Sí.

Y tenía que morir todavía joven. Eso también lo tengo claro.

Muchos de los que lean estas palabras no las entenderán. Para mí, hace unos años, no hubieran tenido sentido tampoco. Me hubieran parecido, cuanto menos, una broma de mal gusto. Una broma macabra.

Sin embargo, cuanto más tiempo pasa y cuanto más veo el proceso que vivimos cada uno de los miembros de mi familia después de la muerte de mi padre, más me reafirmo en que todo tuvo su sentido y todo estuvo bien. Todo ocurrió como tenía que ocurrir. Y todo tenía una finalidad (que siempre es la misma): EXPANDIR NUESTRA CONSCIENCIA.

Cuando atravesamos el duelo por la muerte de un ser querido, es difícil creer que algún día podremos encontrar sentido a lo que está pasando, a lo que estamos viviendo. Sin embargo, es solo desde ese punto que podemos comenzar a ver la luz al final del túnel, superar el dolor, sanar la herida y transformarnos interiormente.



Sólo después de la muerte de mi padre puede entender las dinámicas disfuncionales de mi familia pues cuando el sistema familiar se rompe porque falta una de las piezas, todo el sistema se ha de reestructurar. Cuando un pez está dentro del agua, como es su medio, no se da cuenta de que está rodeado de agua. No sabe ni qué es el agua. Lo mismo pasa con las dinámicas familiares disfuncionales. Las tenemos tan normalizadas que no les ponemos nombre, creemos que es la forma natural de relacionarnos porque es lo que hemos visto desde niños en casa. Pero no.

Fue doloroso tomar consciencia de todo esto pero al mismo tiempo fue liberador, pues a partir de la toma de consciencia pudieron producirse los cambios necesarios para ir sanando nuestros vínculos. Incluso con mi padre, que ya no estaba entre nosotros.

Después de morir mi padre me di cuenta, resumiendo mucho, de que mi padre no era un ogro y que mi madre no era una mártir.

Me di cuenta de la manipulación emocional a la que había estado sujeta por parte de mi madre y de cómo ella me utilizaba como intermediaria para manipular a mi padre. De cómo ella manipulaba a mi padre. Y de cómo me seguía manipulando ahora usando el dolor por su muerte para que yo hiciera o dejara de hacer según qué cosas. Algunas más triviales, como salir a cenar con amigos una noche y dejarla sola en casa. Y otras más potentes, como irme de viaje o emanciparme. Fue un re-interpretar mi vida familiar desde otro ángulo, desde otro estado de consciencia.


Darme cuenta de todo esto no fue fácil y me costó tiempo salir del juego de manipulación emocional sin sentirme culpable, sin sentir que de alguna manera, le estaba fallando o abandonando. Tuve que alejarme de ella durante un tiempo, muy a mi pesar, para romper el vínculo dañino que teníamos y crear otro desde otro lugar. Más sano, más equilibrado. Con límites bien puestos. Con “noes” por respuesta cuando mi corazón sentía que así lo debía hacer. Estar pendiente de ella y creer que no tenía salvación posible si no era gracias a mí, no la estaba ayudando. Y tuve que ser sincera conmigo misma para darme cuenta de todo ello y ocupar el lugar que me pertenecía y no otro.

Tomé consciencia también de que siempre había desempeñado un papel secundario en la película de mi vida. Siempre eclipsada por la figura de mi padre, que nunca me dejó expresarme, opinar, hablar en según qué conversaciones y según qué temas, porque “es que tú no sabes”. No me permitió ser yo. Ni siquiera en el ámbito profesional. Porque él sabía mejor que yo qué era lo que me convenía y qué no. Tampoco me permitió (ni me permití) darme a conocer a otras personas estando él delante, de forma que cuando mi padre murió, mi familia paterna (entre otros) comenzó a descubrir a una nueva Cárol que hasta entonces había estado enmascarada y eclipsada. También fui consciente de que esta dinámica (la de esconderme detrás de alguien que me eclipsara) la reproducía en otros ámbitos de mi vida. Y me dolió darme cuenta de esto. Pero más me dolió el hecho de haberlo permitido hasta tal punto de no saber ni quién era yo. Y me cabreé. Con él primero y conmigo misma después.

Y después del cabreo, comencé a buscarme a mí misma. Y a romper con todo lo que no era mío ni me pertenecía. Y mis relaciones en todos los ámbitos comenzaron a transformarse.



Algunos pensaréis después de leer esto que “menudos padres”. La realidad es que todos tenemos padres que nos han manipulado en más de una ocasión. Pero pocos somos los que miramos adentro y tomamos consciencia de ello y menos, los que decidimos abrirnos y compartir las miserias familiares.

En su momento lo escribí y lo expresé desde el rencor. Desde la rabia. Desde el enfado. Ahora mismo lo hago desde otro punto, habiendo podido mirar más allá de mi dolor. Habiendo visto y abrazado las heridas de mis padres y habiendo comprendido que hicieron con las suyas lo mejor que pudieron y supieron según su nivel de consciencia.
Ahora lo comparto porque para mí es sanador, es otra vuelta en la espiral de consciencia, y porque creo que puede ayudar a otras personas también a verse reflejadas y comenzar a tomar consciencia, que es de lo que se trata.

Ya hemos callado suficiente con la excusa de que “lo que pasa en casa, en casa se queda”, algo que traemos bastante interiorizado desde hace unas cuantas generaciones.
Expresarlo es liberador. Expresar sana y transforma. Lo que se guarda dentro, no desaparece. Saldrá tomando otras formas, en nosotros o en nuestros hijos o nuestros nietos. Tomar consciencia de eso, y responsabilidad (sobretodo, responsabilidad) es esencial.


Mi padre tenía que morir, también, para que mi madre aprendiera a estar sola, sin depender de otros. Para que se re-conociera a ella misma, pero esta vez no en función de su papel de esposa, o de madre, o de hermana que cuida de sus hermanos, o de ama de casa, o de enfermera. Para que se re-conociera como mujer, como persona, como ser de amor que es, más allá de su familia más directa. Y para que aprendiera a darse amor a sí misma, a cuidarse, más allá de cuidar a otros como siempre había hecho. Puede parecer fácil, pero no lo es. No sabemos cuidar de nosotros mismos porque nadie nos ha enseñado.

Siempre estamos re-conociéndonos pero no lo sabemos.

Es difícil. Es una tarea ardua sentir que todas las identidades en las que hasta el momento te habías estado identificando se caen, se derrumban, se rompen, desaparecen. Y te quedas vacío. Sin rumbo. Sin encontrar sentido a nada. Y no lloras solamente por la persona que ya no está. Lloras por la persona que creías ser y ya no eres. Pero no lo sabes. Es otro duelo. Solo que está enmascarado. Y no lo ves. No lo puedes ver. 

E intentas reinventarte, pero aún no sabes cómo. Y vas probando distintos caminos. E improvisas. Y te vas re-conociendo en el trayecto.

Y te das cuenta, de que en realidad, en eso consiste la vida.

Sí. Definitivamente, mi padre tenía que morir.

No me resulta fácil expresar esto pero he dado las gracias por la muerte de mi padre muchas veces. Es otra vuelta de tuerca. Otra vuelta en la espiral de consciencia. Es asumir “la sombra” que se esconde detrás del duelo. Es entender que no hay nada malo, sino más bien lo contrario, en aceptar las cosas como vienen. En encontrar el regalo que se esconde detrás del dolor. Pues siempre lo hay.

Para quienes no hayan llegado aún a ese punto, podrá parecerles que es siniestro lo que digo, o que no quería a mi padre, o vete a saber qué.

Yo sé que sí. Que lo amé y lo amaré por siempre, profundamente. Y por eso mismo, agradezco su muerte. Porque ahora mismo puedo sentir mi relación con él desde otro lugar, mucho más real que cuando le tenía aquí materialmente. Porque su muerte ha resultado ser una lección para todos. 

Una lección de amor.



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