NADIE DIJO QUE TUVIERAS QUE SACRIFICARTE
Nos han inculcado, casi desde el nacimiento, que la vida es
dura. Que hay que esforzarse para crear nuestro porvenir. Que las cosas cuestan
de conseguir. Que hemos de sacrificarnos. Madrugar (“A quién madruga Dios le
ayuda”, ¿os suena?). Que hay que estudiar una carrera (o dos, y varios másters)
para ser alguien. Que todo lo bueno, cuesta. Que no es posible vivir de lo que nos gusta. Etc, etc, etc…
Hemos visto a nuestros padres y a nuestros abuelos matarse a
trabajar, fuera y dentro de casa. No permitirse ciertas cosas: un viaje, una
comida en un restaurante, unos zapatos, un tratamiento de auto-cuidado, un hobbie…
Pensamos que la vida es eso porque es lo que hemos visto en
casa y en la sociedad en la que nos ha tocado vivir. Y es lo que hemos
interiorizado como normal. “La vida es así”.
Sin embargo, otros modos de vida son posibles. Y sólo hace
falta abrirnos a esta posibilidad para crearla. Porque hemos olvidado que no
somos víctimas de un sistema artificial, sino creadores activos de realidades.
Cuando comenzamos a replantearnos nuestras creencias y a
vislumbrar que otras formas de vivir la vida son posibles, surge un sentimiento
de culpabilidad. Puede que sea muy sutil, incluso inconsciente, boicoteando nuestros
nuevos planes de futuro. En el fondo, no nos permitimos tener una vida mejor
que la que tuvieron nuestros padres y ancestros. En el fondo, nos sentimos
culpables de sentir que no es eso lo que queremos para nosotros mismos.
Cuando comencé este proceso interior de toma de consciencia, al que me llevó el hecho de pasar de ser funcionaria a emprendedora, me decía a mí misma cosas como:
- No, yo no quiero madrugar. Mi ser me pide acostarme muchas
veces tarde porque escribo mejor por las noches.
- Prefiero trabajar por las tardes porque por las mañanas me
cuesta tiempo despertar y estar activa. Mi ser necesita disfrutar del sol de la
mañana y no pasar el día encerrada y salir ya de noche del trabajo.
- No voy a trabajar con grupos tan grandes de gente ni estar
rodeada de tantas personas durante tantas horas porque mi ser necesita tiempo y
espacio para recargar energías y hacerlo en soledad.
- No quiero un trabajo en el que tenga que crear un personaje
para encajar y volver a ser yo misma cuando salga de él. Esto ya lo he vivido y
me chupa la energía. No lo quiero más en mi vida.
- Quiero tiempo para pasar en casa con mis perros, con mi
pareja, con mi madre, con mi hermano, con amigos. Y no tener que hacer horas
extras por imposición de nadie. Si tengo que hacerlas, que sea por vocación.
Porque yo vea un sentido a lo que hago y una aportación a la vida.
- Quiero que mi trabajo tenga sentido para mí, que cree o
contribuya a crear consciencia en la sociedad, o en mi entorno más cercano. No
quiero que perpetúe un sistema en el que no creo.
… Y muchas cosas más, que no cabrían aquí, pues son resultado
de un proceso largo y profundo de introspección y auto-conocimiento.
Y tuve que enfrentarme a la culpa. La culpabilidad… esa
compañera de viaje que nos han inyectado en vena para tenernos atados de pies y
manos, con una cuerda invisible pero poderosa.
Y entonces me pregunté: ¿Y por qué no puedo yo vivir de otro
modo? ¿Por qué tengo que madrugar? ¿Por qué tengo que esforzarme para vivir?
¿Quién lo dice eso? ¿De quién es esa voz que escucho en mi cabeza? ¿Es mía?
Y resulta que mía no era, claro.
No estamos acostumbrados a escucharnos a nosotros mismos.
Tampoco a cuestionarnos lo establecido. Estamos inmensamente desconectados.
Todo por encajar en una sociedad que nos dice cómo hemos de ser, actuar, vivir.
Y nosotros, como buenos ciudadanos, aceptamos, nos doblegamos, nos adaptamos,
lo interiorizamos como “lo normal”.
Otro mundo es posible. Sí. Pero sólo si cada uno,
individualmente, comienza a cambiar su mundo. Primero el interno, y como
consecuencia, el externo.
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