Camino de Santiago: una metáfora de la vida misma.


Hace unos años, realicé el camino de Santiago. Lo hice durante dos veranos seguidos.

He pasado gran parte de mi vida intentando encajar en un mundo que sentía ajeno. Me solía hacer preguntas sobre la vida y responderme a mí misma con diálogos internos inacabables. Buscaba el sentido profundo de todas las cosas que me ocurrían y no lograba entender nada. A veces, me miraba en el espejo del baño y me preguntaba: ¿quién es esta que me mira en el espejo?, ¿quién soy yo, en realidad?. ¿qué hago aquí?

Crecí en una familia cristiana y nunca las enseñanzas religiosas lograron saciar mi sed de saber y entender, ya no desde la razón, sino desde la certeza que solo el saber de corazón puede dar.

Durante estos dos años en que realicé el camino, seguía buscando el sentido profundo de la vida, de por qué estamos aquí, por qué nos ocurre lo que nos ocurre, quién soy. Me encontraba en un momento de transición; habiendo terminado dos carreras, sin empleo, desanimada, y leyendo todos los libros sobre filosofía y psicología que pasaban por mis manos.

Al finalizar una de las etapas del camino, me perdí entre el paisaje y llegué a la orilla de un rio. Me senté en el suelo y quedé atrapada mirando el paisaje, el cielo, el sol… Me inundaba un profundo sentimiento de gratitud hacia todo lo que había frente a mi, todo lo que es, todo lo que soy, todo lo que tengo en mi vida, mi familia, mis amigos, las experiencias que he vivido… Fue mi primera experiencia transcendente, o mística, o como lo queráis llamar. En este momento empecé a sentir que, de un lado, ante la inmensidad que se presentaba ante mí, yo no era nada, me sentía pequeña, pero al mismo tiempo, sentí que lo era todo, porque me sentía parte de toda esa inmensidad que tenía ante mis ojos. Cuando volví del viaje y comenté este momento con mi madre, recuerdo que le dije “en aquel momento, vi a Dios”. Y en realidad, fue eso lo que sentí. Sentí la presencia del creador de todo cuanto existe, un gran amor por todo cuanto me rodeaba y una inmensa gratitud. Lloré durante no sé cuánto tiempo, allí sentada frente al rio. No podía dejar de llorar, era una emoción desconocida por mi hasta entonces. Ahora sé, que era gratitud. A partir de aquel momento, mi viaje dio un giro de 180 grados. Las relaciones que entablé con aquellas personas que se cruzaron en mi camino se gestaron desde otro punto en mi interior. Sentí mi corazón más abierto de lo que nunca antes lo había estado. Sentía un profundo amor por todas aquellas personas. Aunque con algunas ni siquiera había cruzado una palabra, las miradas de complicidad hablaban por sí solas. Cada uno estaba haciendo su camino, a su ritmo, con sus dificultades, con sus recursos, con compañeros de viaje en algunos tramos, y en otros, en soledad. Aquello era una metáfora de la vida misma. Y aunque no habláramos, sabíamos que estábamos en el mismo viaje, que todos formábamos parte de lo mismo, que todos éramos lo mismo. Y aquella experiencia me transformó por y para siempre.   

En aquellos momentos llevaba casi dos años sin trabajo y empecé a vivir aquello como una oportunidad para crecer en vez de machacarme por no encontrarlo. Después de aquello he vuelto a tener este mismo sentimiento de gratitud muchas veces, en momentos cotidianos, del día a día: mientras como en un bar con mi pareja, mientras contemplo el mar o el cielo, mientras veo gestos de amabilidad entre la gente, mientras miro a mi pareja jugar con nuestro perro, entre risas con amigos… corroborando desde entonces y para siempre ya, que no hay nada que buscar, pues Dios está en ti, en mí, en todo lo que nuestros ojos pueden ver y en lo que no pueden ver y, sin embargo, es.



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